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LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN: EL CORAZÓN DE UN DESIERTO

LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN: EL CORAZÓN DE UN DESIERTO

Dibujo: "Hipocresía", de Gabriel Celaya

 

LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN: EL CORAZÓN DE UN DESIERTO

Publicado por El Viejo Topo y el Club Antígona, 2009

Autor Damian Herrera Cuesta


Las afirmaciones tanto de Amartya Sen sobre la libertad de expresión como el estudio de Martha C. Nussbaum sobre las capacidades, me llevan a reflexionar sobre la correlación existente entre el grado de Libertad de Expresión dado en una sociedad y el nivel de prosperidad humana alcanzado en dicha sociedad. Un estudio de estas proporciones merecen toda mi atención y mi máximo interés. Por el contrario, como suele suceder en estos casos, la falta de medios limitan el tiempo que el científico o el escritor, pueden dedicar a este tipo de estudios. Para el Club Antígona adelanto este breve artículo publicado por El Viejo Topo en su número de abril, y en el cual hago un somero análisis de la libertad de expresión existente en España, extensible, salvo algunas peculiaridades, tanto al resto de occidente, principalmente, como al resto del mundo en general.

LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN: EL CORAZÓN DE UN DESIERTO

Antes de comenzar a hablar del derecho a la libertad de expresión y su valor real para la vida de los ciudadanos en nuestro país, es conveniente hacer una pequeña consideración respecto a su importancia en el marco de los derechos fundamentales en el que se inscribe. Efectivamente, al constituir éstos la materialización histórica de una concepción moral que tiene como objeto la dignidad humana, y que a su vez tiene los valores de libertad, igualdad y apoyo mutuo como vías para alcanzarla, se hace esencial que las condiciones sociales y materiales, que finalmente serán las que favorezcan o constriñan esta idea de la prosperidad humana, se hallen permanentemente sometidas al juicio crítico de la sociedad en su conjunto.

Para una reflexión acerca de las posibilidades de ejercer la libertad de expresión en nuestro país, podemos empezar recabando algunos datos significativos, como el número de denuncias que fueron realizadas por los ciudadanos españoles ante el Tribunal Constitucional invocando el derecho a la libertad de expresión. Éstas sumaron un total de 81, el 0,82 % del total de denuncias ingresadas por el TC en 2007. Sin embargo, estos datos pierden su valor significativo al contrastarlos con otros más recientes, como los datos de opinión que recoge el baremo del CIS de marzo del presente año, el cual nos dice que el 50% de la población encuestada dice tener escasa confianza en la administración de justicia, o que el 75 %, en caso de verse envuelta en algún conflicto, preferiría no poner su caso en manos de abogados. La cosa se nos complica aún más cuando un informe del mismo Organismo publica que la mitad de los españoles reconoce no haber leído nunca la constitución, y que sólo tres de cada diez confiesa haber leído en alguna ocasión, al menos, uno de sus artículos.
Llegados a este punto, se hace difícil no compartir con el profesor Owen Fiss, la idea de que una verdadera democracia necesita de una cierta dosis de ilustración ciudadana.

¿De qué hablamos cuando hablamos de libertad de expresión?

Para la mayoría de las personas, la libertad de expresión, consiste en el derecho de todos a manifestar y comunicar sin trabas el propio pensamiento; sin embargo, ésta, por muy comprensivos que seamos con ella, no deja de ser una concepción demasiado pobre y limitada, tratándose además de un derecho que resulta ser fundamental para la convivencia democrática.

El derecho a la libertad de expresión ampara el que las ideas se divulguen y se conozcan, se confronten y se mediten, haciendo posible un principio consustancial a la democracia, como es el de la libre elección. El mismo Tribunal Constitucional, en su sentencia 159/1986, expone lo siguiente: “la formación y existencia de una opinión pública libre, es una garantía que reviste una especial trascendencia ya que, al ser una condición previa y necesaria para el ejercicio de otros derechos inherentes al funcionamiento de un sistema democrático, se convierte, a su vez, en uno de los pilares de una sociedad libre y democrática.”

¿Realmente hay libertad de expresión?

Mi respuesta a esta pregunta es que no. Para justificarlo, tomaré como referencia cada uno de los cuatro subapartados que recoge el artículo 20 de la Constitución española, donde se reconoce nuestro derecho a la libertad de expresión. En lo que concierne al reconocimiento y protección de nuestro derecho a expresar y difundir libremente nuestros pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción, daré algún dato orientativo: mientras que la edición de carácter público sólo supone el 12,6% sobre el total de la producción editorial, el 35,1% de la producción privada se concentra en 112 empresas editoriales, las cuales suponen apenas el 3,3% de las que tuvieron actividad en 2007.

Exactamente, los datos nos dicen que la producción cultural en nuestro país depende cada vez más de unas pocas corporaciones editoriales. Pero al encontrarse éstos obligados a tener en cuenta los intereses de su accionariado, la producción cultural, el arte, y por extensión también el conocimiento científico, no son libres, sino, muy por el contrario, se hallan sometidos a los criterios de ganancia genuinos de la empresa privada. De hecho, somos testigos de lo que en su día ya advirtiera el sociólogo Pierre Bourdieu, cada vez menos, la obra del artista es promocionada, siendo sustituida por productos de diseño, creados por ingenieros del marketing para satisfacer las pulsiones más primarias del espectador o del lector. Con razón dice el artista alemán Hans Hacker, en cuya obra la dimensión sociopolítica está muy presente, que si tuviera que encontrar patrocinadores en la Mercedes o en Cartier para financiar su trabajo, mal iría.

En lo que respecta al espacio destinado a la libertad individual del docente, el derecho a la libertad de cátedra, el cual es definido por el Tribunal Constitucional como “una proyección de la libertad ideológica y del derecho a difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones, que cada profesor asume como propias en relación a la materia objeto de su enseñanza”, ha sido hábilmente ocupado por una justificación utilitarista de la actividad académica, que ha terminado por desplazar lo que debería ser la legitimación del saber tomando como base su valor intrínseco, sustituyéndolo por una discriminación del saber en función de su utilidad o “ganancia social”, abstracción que sólo entienden bien aquellos que insisten en hacer creer a los demás que todo beneficio privado redundará, más tarde o más temprano, en beneficio de todos. Idea atractiva por su sencillez, pero incapaz de resistir el examen de la experiencia.

Es evidente que la función crítica del saber desaparece en nuestros centros de enseñanza, y con ella, la libertad de cátedra. Pero la cosa empeora más si cabe cuando exploramos la libertad de expresión en lo que respecta al último de sus apartados: “el derecho de todo ciudadano a comunicar o recibir libremente información veraz”. En primer lugar, hay que recordar que la libertad de información no es una simple muestra de la libertad de expresión, sino, más bien, su condición primera en una sociedad democrática. Siguiendo al profesor de derecho constitucional, Juan José Solozábal, si no hay información, no hay opinión.

Dado que la teoría constitucional contempla los derechos fundamentales desde la perspectiva del compromiso y la responsabilidad institucional, más allá del terreno jurídico, se hacen comprensiblemente necesarios estudios como, “Cuando lo Público no es Publico”, realizado por Eva Moraga y publicado por Access Info Europe, dedicado a denunciar la falta de trasparencia por parte de la administración pública, y donde, ya en su introducción, nos advierte que “es la propia legislación la que en ningún momento parece haber sido pensada para facilitar el acceso a la información pública por todo aquél que lo desee, sino, muy al contrario, podría parecer incluso, dada su redacción, que hubiera sido concebida para dificultarlo”.

Seis días después de la publicación de este informe, el Presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, se comprometió a promover, en la presente legislatura, una nueva ley que garantice el mayor acceso posible a la información pública. Y lo cierto es que sólo con una trasparencia total en este ámbito, será posible un control social eficaz, por ejemplo, sobre el empleo que se hace del dinero público destinado a la promoción de la creación cultural y artística, centrada exclusivamente en premios artísticos y literarios, cuyos procesos se ven condicionados por los gustos ideológicos de los funcionarios y cargos públicos encargados de su gestión.

Otro aspecto clave para valorar nuestro derecho a recibir información tiene que ver con la veracidad y la pluralidad de ésta, y dado que el conjunto de la sociedad se informa principalmente a través de los medios de comunicación, éstos tienen un papel crucial en este aspecto. Y aquí se agravan nuestras carencias. En primer lugar hay que resaltar lo siguiente: si bien los medios no nos dicen qué pensar, sí nos dicen sobre qué pensar. Si a esta evidencia le sumamos el principio de rentabilidad inherente al ideario de la empresa privada, incluido el poder de selección que ejercen en el campo de las ideas filosóficas y políticas las preferencias de sus inversionistas, nos es lícito deducir que en un país como el nuestro, donde las empresas de la información se concentran en unos pocos grupos corporativos, el derecho de opinión se halle, también en esta ocasión, conculcado.

Una rápida mirada al mundo, basta para darnos cuenta de que existe una relación, directamente proporcional, entre el grado de libertad de expresión existente en una sociedad, y el nivel de prosperidad humana alcanzado por dicha sociedad. Razón más que suficiente para sumarnos a la aserción de Rafael Sánchez Ferlosio, de que en nuestro país, la libertad de expresión “resulta inversamente proporcional a nuestra capacidad de hacernos oír, y de influir en nada que tenga importancia. Cuanto menor sea esta capacidad, más se puede decir cualquier cosa. Pero esto no significa que no haya que intentar forzar al máximo los límites.”

 

Damián Herrera Cuesta.

Oviedo, 2009

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